Hace ya muchos años y aún recuerdo aquella sensación de entrar por primera vez en la sala con los niños de mi primer grupo. Sus caritas, llenas de ilusión. Me pregunto qué verían en la mía ¿Nervios? ¿Responsabilidad? Probablemente asombro. Yo no tendría que estar allí.
Unas semanas antes había ido a pedir la catequesis para mi hijo a la iglesia del barrio, a la que entonces ya acudía pero más ocasionalmente. Cuando fui al despacho del párroco pensé que aquello consistiría en rellenar un papel y después llevar al niño una vez por semana. Pero, igual que ocurre ahora, hacía falta gente para atender a todas las familias que se estaban apuntando. Y me pidieron que me hiciera catequista. Me sentí como si me hubieran invitado a escalar el monte Everest pero me explicaron que era más sencillo de lo que parece. Se trata de presentar a los niños a Jesús, un amigo que siempre les ha acompañado aunque a veces no sean conscientes de ello, e invitarles a seguir su camino. Así lo entiendo hoy.
Seguro que aquel primer día los peques (y los padres) pensaban que yo lo sabía todo o casi todo sobre Dios, Jesús y la Virgen María, que habría estudiado muchísimo. Sí, conocía al Señor, había leído el catecismo… experta en teología no lo era, desde luego. Pero se necesitaban manos, y las presté porque siempre he creído que todos debemos ayudar en lo que podamos y donde haga falta.
Reconozco que tenía algo de miedo, pero duró poco. Muy pronto descubrí que son los niños los que te enseñan (los que sois madres y padres lo entenderéis perfectamente). Aprendí muchísimo de aquel primer grupo, de todos los demás que han venido desde entonces… y de los que quedan por venir.
Tener el corazón lleno de nombres, de rostros, de historias, es uno de los mejores regalos de la vida. Basta con dar un paso adelante y decir que sí. Lo demás llega solo… y acompañado: la parroquia es el sitio del mundo con más personas por metro cuadrado dispuestas a ayudarte y compartir su experiencia con mucho cariño.
A veces pienso en todos los momentos maravillosos que me hubiera perdido si nadie me lo hubiera propuesto, o si por miedo o vergüenza hubiese dicho que no.
Cada septiembre revivo esa sensación de entrar por primera vez en la sala y ver las caritas de los niños llenas de ilusión. La misma que seguro que ahora ven en la mía. Ser catequista es un gran regalo de la vida.
Loli Garrido. Catequista
